Versión I
Originalmente publicado en el periódico Seattle Sunday
Star, el 29 de octubre de 1887.
El texto fue escrito por un "Dr." Smith, quien
tomó notas a medida que el Jefe Seattle hablaba en el dialecto Suquamish de
Salish de Pudget Sound central (Lushootseed), y creó este texto en Inglés de
dichas notas. Smith insistía que su versión "no contenía la gracia y
elegancia del original."
En la época de este discurso, era común la creencia entre
los blancos lo mismo que entre muchos amerindios, que los americanos nativos se
extinguirían.
He allí el cielo que ha llorado lágrimas de compasión sobre
mi pueblo durante incontables siglos y que, aunque nos pueda parecer inmutable
y eterno, puede cambiar. Hoy está despejado. Mañana puede estar encapotado con
nubes.
Mis palabras son como las estrellas que nunca cambian.
Cualquier cosa que diga Seattle, el gran jefe en Washington puede confiar en
ello tanto como él pueda confiar en el regreso del sol o de las estaciones.
El jefe blanco dice que el Gran Jefe en Washington nos envía
saludos de amistad y buena voluntad. Esto es muy amable de su parte ya que
sabemos que él necesita poco de nuestra amistad. Son muchas sus gentes. Son
como la hierba que cubre vastas praderas. Mi gente es poca. Se asemejan a los
pocos árboles que se encuentran esparcidos en una pradera azotada por una
tormenta. El gran, y presumo – buen, Jefe Blanco dice que desea comprar nuestra
tierra pero que, al mismo tiempo, nos deja suficiente para que vivamos
confortablemente. Verdaderamente esto parece ser justo, y aún generoso, ya que
el Hombre Rojo no tiene más derechos que él necesite respetar, y la oferta
también parece ser sabia ya que no necesitamos más un territorio extenso.
Hubo un tiempo en el que nuestra gente cubría la tierra como
las olas en un mar encrespado por el viento cubren el fondo cubierto de
conchas, pero ese tiempo hace mucho que desapareció junto con la grandeza de
las tribus que ahora son apenas un recuerdo doloroso. No trataré el tema, ni
lloraré sobre eso, de nuestra desaparición a tiempo, ni voy a reprochar mis
hermanos cara pálida con haberla acelerado, porque también nosotros somos en
algo responsables de ella.
La juventud es impulsiva. Cuando nuestros jóvenes se enojan
con alguna injusticia real o imaginaria, y se desfiguran sus caras con pintura
negra, denotan que sus corazones son negros, y que con frecuencia son crueles e
implacables, y nuestros viejos y viejas son incapaces de moderarlos. Así
siempre ha sido. Así fue cuando el hombre blanco empezó a empujar a nuestros
antepasados hacia el oeste. Pero esperemos que nunca regresen las hostilidades
entre nosotros. Tendríamos todo que perder y nada que ganar. Los jóvenes
consideran como ganancia a la venganza, aún al costo de sus propias vidas, pero
los hombres viejos que permanecen en casa en momentos de guerra, y las madres
que tienen hijos que perder, saben que no es así.
Nuestro buen padre en Washington—ya que presumo que ahora es
nuestro padre al igual que suyo, ya que el Rey George ha movido sus fronteras
más hacia el norte—nuestro gran y buen padre, digo, nos envía el mensaje de que
si hacemos como él desea, él nos protejerá. Sus bravos guerreros serán para
nosotros como una erizada pared de fortaleza, y sus maravillosos barcos de
guerra llenarán nuestros puertos, para que nuestros antiguos enemigos más al
norte—los Haidas y Tsimshians, cesen de asustar a nuestras mujeres, niños, y
viejos. Realmente él será nuestro padre y nosotros sus hijos.
Pero, ¿puede eso suceder alguna vez? ¡Su Dios no es nuestro
Dios! ¡Su Dios ama a su gente y odia a la mía! Él pliega amorosamente sus
fuertes brazos protectores alrededor del cara pálida y lo conduce por la mano
como un padre conduce a un hijo infante. Pero, Él ha desamparado a Sus hijos
Rojos, si realmente son Suyos. Nuestro Dios, el Gran Espíritu, parece que
también nos ha abandonado. Su Dios hace que su gente se hagan más fuerte cada
día. Pronto ellos llenarán todas las tierras.
Nuestra gente está menguando como una marea que retrocede
rápidamente y que nunca regresará. El Dios del hombre blanco no puede amar a
nuestra gente o Él los hubiera protegido. Ellos parecen huérfanos que no tienen
donde buscar ayuda. ¿Cómo, entonces, podemos ser hermanos? ¿Cómo puede su Dios
llegar a ser nuestro Dios y renovar nuestra prosperidad y despertar en nosotros
sueños de una grandeza que regresa? Si tenemos un Padre Celestial común, Él
debe estar parcializado, porque Él vino hacia Sus hijos cara pálida.
Nosotros nunca lo Vimos. Él les dió leyes pero no tuvo
palabras para Sus niños rojos cuyas prolíficas multitudes una vez llenaban este
vasto continente como las estrellas llenan el firmamento. No; somos dos razas
diferentes con orígenes diferentes y destinos separados. Hay muy poco en común
entre nosotros.
Para nosotros, las cenizas de nuestros antepasados son
sagrados y su lugar de reposo es terreno reverenciado. Ustedes se alejan de las
tumbas de sus antepasados y aparentemente sin pena. Su religión fue escrita
sobre lápidas de piedra por el dedo de hierro de su Dios para que así ustedes no
pudieran olvidar.
El Hombre Rojo nunca podría comprender o recordarlo. Nuestra
religión es las tradiciones de nuestros antepasados – los sueños de nuestros
hombres viejos, dados en las horas solemnes de la noche por el Gran Espíritu; y
las visiones de nuestros jefes, y está escrito en los corazones de nuestra
gente.
Sus muertos dejan de amarlos y la tierra natal tan pronto
como pasan los portales de la tumba y vagan más allá de las estrellas. Ellos
pronto son olvidados y nunca regresan.
Nuestros muertos nunca olvidan este hermoso mundo que les
dió vida. Ellos todavía aman a sus verdes valles, sus rumorosos ríos, sus
magníficas montañas, sus apartadas cañadas y lagos y bahías bordeados de verde,
y siempre suspiran con un tierno y cariñoso afecto por los seres vivos de
corazones solitarios, y con frecuencia regresan del feliz coto de caza para
visitarlos, guiarlos, consolarlos, y confortarlos.
Día y noche no pueden convivir. El Hombre Rojo siempre ha
rehuido los acercamientos del Hombre Blanco, como la neblina matutina huye
antes que aparezca el sol de la mañana. Sin embargo, su proposición parece
justa y creo que mi gente la aceptará y se retirará a la reservación que usted
le ofrece. Entonces, viviremos separados en paz, ya que las palabras del Gran
Jefe Blanco parecen ser las palabras de la naturaleza que habla a mi gente
desde la densa oscuridad.
Importa poco donde pasemos el resto de nuestro días. No
serán muchos. La noche del Indio promete ser oscura. Ni siquiera una simple
estrella revolotea en su horizonte. Vientos de voz triste se lamentan en la
distancia. Un triste destino parece estar en el camino del Hombre Rojo, y donde
quiera escuchará los pasos que se aproximan de su cruel destructor y se prepara
impasiblemente a enfrentar su destino, como hace el antílope herido que escucha
los próximos pasos del cazador.
Una pocas lunas más, unos pocos inviernos más, y ninguno de
los descendientes de los poderosos espíritus que alguna vez se movían por esta
amplia tierra o vivían en hogares felices, protegidos por el Gran Espíritu,
permanecerán para llorar sobre las tumbas de un pueblo que una vez fue más
poderoso y con más esperanzas que el suyo.
Pero, ¿por qué debo llorar sobre el destino a tiempo de mi
pueblo? Tribus siguen a tribus, y naciones siguen naciones, como las olas del
mar. Es el órden de la naturaleza, y lamentarse es inútil. Su momento de
decadencia puede estar distante, pero seguramente llegará, porque aún el Hombre
Blanco cuyo Dios caminó y habló con él como amigo a otro, no puede estar exonerado
del destino común. Puede que seamos hermanos, después de todo. Veremos.
Estudiaremos su proposición y cuando hayamos decidido, se lo
haremos saber. Pero, si la aceptamos, yo aquí y ahora pongo esta condición, que
no se nos niegue el privilegio, sin molestarnos, de visitar en cualquier
momento las tumbas de nuestros ancestros, amigos, e hijos. Cada parte de este
suelo es sagrado en la consideración de mi pueblo. Cada ladera, cada valle,
cada pradera y huerto, ha sido consagrado por algún triste o feliz evento en
días hace tiempo desaparecidos.
Aún las rocas, que parecen ser mudas y muertas ya que se
tuestan en sol a lo largo de la costa silenciosa, llenas con memorias de
eventos excitantes conectados con las vidas de mi gente, y el mismo polvo sobre
el cual ustedes se encuentran responde con más amor a sus pisadas que a las
suyas, debido a que ha sido enriquecido por la sangre de nuestros antepasados,
y nuestros pies desnudos son conscientes del toque simpatético. Nuestros
difuntos, bravos, amadas madres, alegres y felices doncellas, y aún los niños
que vivieron aquí y se regocijaron aquí por una breve estación, amarán estas
soledades sombrías y, durante la caída de la tarde, ellos recibirán a los
tenebrosos espíritus que regresan.
Y, cuando el último Hombre Rojo haya perecido, y la memoria
de mi tribu se haya convertido en un mito entre el Hombre Blanco, estas playas
estarán repletas de los muertos invisibles de mi tribu, y cuando los hijos de
sus hijos se crean solos en el campo, la tienda, el taller, en la carretera, o
en el silencio de los bosques sin senderos, ellos no estarán solos. En toda la
tierra no hay lugar dedicado a la soledad. En la noche, cuando las calles de
sus ciudades y pueblos están silenciosas y ustedes creen que están desiertas,
ellas estarán atestadas con los huéspedes que regresan y que una vez las
llenaban y que todavía aman esta hermosa tierra. El Hombre Blanco nunca estará
solo.
Que él sea justo y trate amablemente a mi gente, porque los
muertos no son impotentes.
¿Muertos, dije? No hay muerte, solamente un cambio de mundos.
¿Muertos, dije? No hay muerte, solamente un cambio de mundos.
JAUMEBAI
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